Había una vez un niño al que llevaron por primera vez sus padres a la ciudad de Murcia para contemplar la procesión del Viernes Santo. En aquella época, el camino desde el campo de Cartagena hasta Murcia no era nada fácil, ya que cruzarlo llevaba a los viajeros casi un día entero de travesía.
Aquella noche de Miércoles Santo, la previa al viaje, aquel niño de 8 años apenas podía dormir. Nunca había salido de aquel microcosmos de tierra, campo y miseria. Su abuelo le había anunciado esa misma noche que iría toda la familia a ver una de las procesiones más hermosas de Murcia. El chiquillo intentaba imaginar cómo sería aquello, intentaba esbozar en su mente todo lo que le había relatado su abuelo y, también, aquel compañero de pupitre en la escuela, tan resabido y tan señorito, que presumía muchas veces de la gran suerte que tenía al poder admirar la procesión del Viernes Santo desde el balcón de su tía Angustias, una solterona heredera de una gran fortuna. Entre otras propiedades disponía de una casa en el centro de la ciudad de Murcia, en la calle San Nicolás.
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