Que alguien, mientras aún retiembla Murcia al toque vibrante de baquetas rabiosas sobre el tambor entelado, que es llanto morao de Viernes Santo cumplido, tenga a bien explicarme dónde y en qué latitud de este planeta que va a la deriva puede admirarse, sin que cueste otra cosa que suspiros de asombro, cuando no de blasfemias castizas, un museo en la calle, a pie de acera mecida por las cuestas de arena que protegen el paso firme y remoto de los estantes, sin más luz que aquella de divina primavera huertana, sin otra entrada que el retorno en la iglesia de Jesús, sin otro guía que la mirada cuajada de belleza ni más horario que el impuesto por el mecerse de las tarimas por San Pedro y teniendo solo pupilas de admiración en lugar de catálogos de cuidadas ediciones.
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